Salve, don Ércole, por Miro Popić
Twitter: @miropopiceditor
Lo peor de la vejez es tener que despedir a los amigos que van partiendo antes. Viajarán con nosotros, como escribió Eugenio Montejo, irán por todas partes, apresurados, gentiles, conversando, paseando, bebiendo sin beber, un poco abstemios. Ahora se fue Ércole D’Addazio, el señor del vino, de la gentileza, de la caballerosidad, de la amistad. Llegó con 18 años desde Pescara, Abruzzo, a El Tigrito, Anzoátegui, en 1949, donde conoció a Delia, cruzando luego a la ribera norte del Orinoco, donde se comió una sapoara con cabeza y se quedó para siempre. La ciudad que él vio nacer, está de luto. Nosotros, huérfanos y con la copa rota.
A Ércole lo conocí a comienzos de los años ochenta del siglo pasado en Ciudad Guayana – dónde más– en una cena memorable en honor a Héctor Contasti Gorrín, un ilustre guayanés nacido en Ciudad Bolívar, considerado por José Rafael Lovera como el decano de los cocineros venezolanos, en cuya casa natal, en la puerta de uno de los sótanos, estaba escrita de puño y letra la receta del Amargo de Angostura del doctor Siegert. Ércole hizo de anfitrión magnífico, Lovera diseñó el menú cien por cien venezolano, y cocinó un humilde muchacho llamado Néstor Acuña.
Fue una experiencia enriquecedora que marcó para siempre los parámetros de una amistad que aún perdura a pesar de su partida y de la cual su hijo Leo se siente celoso. Leo creía que cada vez que íbamos a Guayana era para verlo a él cuando, en realidad, pasamos más tiempo con su padre. Uno de los ganchos de Leo para viajar a donde el Orinoco se encuentra con el Caroní era: “quiero que vengas para que mi papá abra los vinos que a mí me gustan. A ti no te dice que no”.
En su restaurante Ércole estuvo por años la cava más importante de Venezuela, abastecida de grandes etiquetas de Francia, Italia, España, Chile, Argentina, California, siempre en constante reposición porque esos vinos estaban allí no para ser guardados sino para ser bebidos. Una cava sorprendente en un lugar inesperado, como dice John Zubillaga.
Llenaría páginas relatando anécdotas, pero una sola ilustra la generosidad de Ércole. Estábamos allí un diciembre para cenar todos en familia. Mi hija Verónika tendría, para esa época, unos ocho o nueve años. Ércole la saludó con el cariño de siempre y le preguntó por el año en que había nacido. 1983, respondió ella, y seguimos conversando centrados en lo nuestro. A los pocos minutos apareció Ércole y le dijo “éste vino es en honor tuyo”. Era una botella de Chateaux D’Yquem de 1983. Los que saben de vinos saben de qué se trata, una joya, el mejor vino del mundo.
Otra anécdota que me viene a la memoria ocurrió poco antes de una de sus cenas a la que acudí con el estómago satisfecho. No te preocupes por eso, me dijo, te voy a traer el alka-zelser de los ricos y se apareció con una botella de Dom Perignon que escanció generosamente.
Siempre lo recordaré sentado en la barra de su negocio junto a una botella de Chateaux Margaux con dos copas, una, la suya, y la otra, para cualquiera que se acercara a saludarlo y charlar un poco de todo, pero, más que nada, de la vida. Era una persona de gusto exquisito y hablar pausado, generoso, amable, trabajador incansable y, más que nada, amigo.
Recuerdo una vez en Francia, en una de las tantas visitas a Vinexpo, en Burdeos, la feria de vinos más importante del mundo. Ese día le tocaba pagar a Johny Sanz, otro gran amigo, y Leo y yo escogimos ir a Eugènie-les-Bains al restaurante tres estrellas Michelin de Michel Guérard. Yolanda, mi esposa, la única mujer del grupo, recuerda que nunca se había reído tanto en su vida como esa noche donde lo único que hicimos, además de comer, fue contarnos historias cotidianas. Es la única vez que he visto a Ércole llorar, pero de la risa. El mâitre, el sommelier y los mesoneros, no pidieron propinas, solo querían venir a Venezuela a trabajar con nosotros.
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A Ércole no le gustaba Caracas, venía muy poco, y, cuando lo hacía, al terminar lo programado quería regresar ya. En una de esas pocas visitas, fue a almorzar a casa donde pasamos un domingo inolvidable. Fue allí donde comenzó a interesarse por el buen vino chileno, el cabernet sauvignon, con unas botellas de Don Melchor y Montes Alpha que destapamos en su honor. Compartimos aventuras en muchas ciudades y viajes, pero siempre fue en su restaurante y en su casa donde pasamos los momentos más placenteros. Es normal que así haya sido, era nuestro ambiente natural, él como restaurador, yo como escritor de vinos y gastronomía. Tenía una vitalidad envidiable que atribuyo al vino, al gran vino.
Obviamente Ércole D’Addazio hizo muchas cosas más, todas de bien, y los guayaneses que lo trataron así lo han reconocido. Yo solo he querido recodarlo así, con el vaso roto, para seguir brindando cada vez más solos.
Salve Ércole, ci vediamo dopo.
Miro Popić es cocinólogo. Escritor de vinos y gastronomía.