Si no se come no se piensa, por Miro Popić
Si no se come no se piensa y para pensar hay que leer y para leer hay que comer. Quién primero adelantó estas ideas fue René Descartes con su célebre frase cogito, ergo sum, allá por 1619. Cuatrocientos años después, siguen teniendo vigencia en plena era del Homo digitalis, donde el ejercicio de pensar está reducido a obtener a unos cuantos likes, sin llegar al fondo de lo tratado, sin mucho espacio para la reflexión, donde generalmente se come frío porque es más importante la inmediatez y lo bonito de la imagen que la visión crítica y dubitativa de la realidad que ingerimos.
La cocina no escapa a la banalidad imperante. Contemplamos como nunca antes un deterioro civilizatorio donde el contenido es cada vez más escaso, desnaturalizado, superficial. Asistimos al predominio de lo postizo donde más llamativo que lo que está en el plato es el escenario donde se monta ese plato. Incluso una grúa.
Las causas hay que buscarlas en la postmodernidad y el vacío cultural que impera en las artes, la literatura, el cine, etc., donde la diversión se impone al conocimiento, la imagen desplaza a la palabra y el vacío conceptual reina ante la carencia de ideas.
Fue Guy Debord quien en 1967 comenzó a hablar de la Sociedad del Espectáculo, tesis que luego fue ampliada a Civilización del Espectáculo, entendida como expresión del abandono de la idea clásica de cultura por una cuyo objetivo es la diversión y el placer, promoviendo la evasión fácil sin formación ni referentes. Sobre ella, el mexicano Octavio Paz escribió: «La civilización del espectáculo es cruel. Los espectadores no tienen memoria; por eso tampoco tienen remordimientos ni verdadera conciencia. Viven prendidos a la novedad, no importa cuál sea con tal de que sea nueva. Olvidan pronto y pasan sin pestañear». Con el imperio de las redes sociales, esta realidad se ha agravado irremediablemente. Hoy, como dice Byung-Chul Han, «el ejercicio de pensar resulta inútil, todo está dado y se simplifica con la frase: «me gusta»
Este compendio de catorce ensayos breves de culinaria venezolana reunidos en Leer para comer, es hijo de las redes sociales, por lo menos en su gestación. La idea de su planteamiento e investigación ha surgido de la pobreza de contenido y la desinformación programada que inunda el espectro comunicacional, donde ya no hay certeza de si un texto es orgánico (escrito por una persona) o sintético (escrito por una máquina).
Es abrumadora la cantidad de desinformación que puede ser tomada por verdadera, ante la incapacidad de detectar falsedades producto de la ausencia de lectura reflexiva, argumentada y verificable. Estos textos van en la dirección contraria, están armados de información dura, documentada y relevante, desde un punto de vista original, donde más importante que pulsar un me gusta, esperan generar debate y discusión de los temas tratados, así como investigaciones más amplias que los enriquezcan. No hay secuencia narrativa. Cada capítulo tiene vida propia y puede ser leído a voluntad del lector. Al final de cada uno encontrarán una síntesis de lo tratado en mensajes de 280 caracteres para el copy and paste de rigor y así puedan convertirse en tendencia.
Comenzamos con la receta de un postre de chocolate que llaman crema automóvil. ¿Y qué tiene que ver una cosa con la otra? Nada y mucho, lo que al final justifica el calificativo, además de que se trata de una delicia que enaltece el cacao venezolano. En el capítulo dos nos ocupamos de uno de los platos más emblemáticos de nuestra cocina, el pabellón. Desde cuándo lo llamamos así y cuál fue el origen de su gestación, y si les sorprende el calificativo de bolivariano, hay que llegar hasta su último párrafo para entenderlo, sin provocaciones. El siguiente capítulo es una reseña del valioso trabajo de una bibliotecóloga venezolana, la profesora Orfila Márquez, quien ha dedicado su vida a registrar todo lo que se ha publicado en el país sobre alimentación y comida, una tarea ardua y rigurosa que todos debemos conocer si estamos interesados en lo que comemos y por qué lo hacemos como lo hacemos.
*Lea también: Back to the future, por Laureano Márquez P.
Luego vienen las perlas y las ostras, producto de un periplo pictórico por importantes museos de Europa donde se exhibe la máxima representación de la aristocracia colonial occidental y su ornamentación, para corroborar que la mayoría de los retratados nos conducen a las playas de Cubagua y el año de 1500, cuando comenzamos a fusionar lo que comíamos aquí con lo que nos llegó de allá y surgió la génesis culinaria que nos identifica.
El capítulo cinco es polémico y viral: ¿las caraotas se comen dulces o saladas? Muchas respuestas para una simple duda donde al final nadie tiene la razón y todos estamos de acuerdo. Cada quien con lo suyo, claro está, porque más que la tradición lo que se impone es el gusto y la preferencia personal por esas humildes leguminosas que alimentaron a nuestros antepasados desde que tenemos memoria.
Le sigue luego un nombre: Chento Cuervo. ¿Conocen ustedes a Chento Cuervo? Por el gesto que hacen sospecho que ignoran de quien se trata. Su historia transcurre en Puerto Cumarebo, estado Falcón, donde era maestro rural, famoso por hacer la más sublime jalea de guayaba y cocinar con agua de lluvia. Para algunos, tal como me lo dijeron, es el precursor de Scannone.
Otro nombre que se incorpora a este volumen es el de Lucas Manuel Ramella Martínez, un venezolano ilustre nacido en Caracas, hijo de migrantes canarios y de abuelo italiano, quien tiene el honor de haber sido el creador del pan de jamón. Lo extraordinario de este acontecimiento es que Ramella era un hombre dedicado a la medicina que decidió retomar el oficio originario de su familia para gerenciar el más importante grupo panificador de comienzos del siglo XX en Venezuela. El hijo de Lucas Ramella, sigue desaparecido.
Del pan pasamos al casabe, el primer y más importante aporte nativo a la transformación culinaria mundial, al conseguir eliminar la toxicidad mortal de la yuca amarga y transformarla en vida a través de un alimento perdurable y sustancioso que marcó nuestro devenir histórico.
Domesticada al sur del Orinoco, la yuca transformada en casabe sigue siendo consumida a diario exactamente igual a como lo hacían nuestros ancestros originarios.
En el capítulo nueve abordamos los intrincados vericuetos de una clase privilegiada y discriminatoria que muchos quieren revivir a través de una cocina que nunca existió, la de los mantuanos. En el décimo nos ocupamos de la arepa, de nuestra arepa, pan originario de las primeras culturas indígenas que poblaron el territorio, que cada cierto tiempo se hace viral en redes sociales cuando algún provocador de oficio decide subir un texto cuestionando su origen. Aquí encontrarán suficientes argumentos para tuitear y retuitear cualquier incitación al desconocimiento de nuestro sustento inicial.
El capítulo once trata un tema doloroso y triste para los que nos ocupamos de las palabras y los libros. Hablo de los errores y horrores que encontramos en muchos diccionarios y textos que se ocupan de registrar el léxico culinario de nuestros países, cuyas páginas en muchos casos están más llenas de dudas que de certezas. ¿En quién confiar entonces si no podemos hacerlo de los libros, al menos no de todos?
Los tequeños no podían estar ausentes de estas páginas, convertidos nuevamente en trapo rojo digital cuando una artista musical con más de 60 millones de seguidores osó decir que eran colombianos. Blasfemia, pura y simple.
Una respuesta razonada supera los 280 caracteres y aquí encontrarán ustedes más de 30.918 con suficientes argumentos para defender la venezolanidad del tequeño y su correspondiente cédula de identidad. Además, podrán enterarse de la primera receta impresa en el año de 1951 y del autor de la reseña.
El fatídico número trece corresponde a lo que hemos llamado el peor libro de cocina venezolana. Una vergüenza que se imprime por demanda en la más importante corporación de comercio electrónico del mundo y que puede ser cualquier cosa menos un libro de cocina venezolana. La autora de este adefesio dice ser economista nacida en Serbia y se jacta de haber escrito 62 libros de cocina en menos de tres años. No habla español y nunca ha pisado tierra venezolana ni probado nada de lo que aquí hacemos a diario.
Para cerrar, la hallaca, nuestra madre hallaca, la infaltable compañera de la Navidad en cuyas hojas de plátano envuelve la autoestima de un pueblo hambriento de historia y reconocimiento.
Que estas lecturas les sean provechosas y, por favor, siéntanse libres para reproducir cada una de sus frases sin costo alguno. Con mencionar la fuente es suficiente.
Nota: Prólogo de Leer para Comer, el más reciente libro de Miro Popić.
Mail: [email protected]
Miro Popić es cocinólogo. Escritor de vinos y gastronomía.