Tiempos de ostras y de ostracismo, por Miro Popić
Las ostras son, para muchos, una de las exquisiteces alimentarias de la vida. Indistintamente del lugar donde se coman, sea en el lujoso Georges V, de París, o en una playa de la isla de Margarita, tienen un denominador común: se comen crudas. Es verdad que hay una serie de alternativas diferentes como comerlas fritas, escalfadas, envueltas en tocineta, o las famosas ostras Rockefeller que llevan queso, incluso probé unas, ya no recuerdo dónde, con leche y galletas integrales. En fin, todo es cuestión de gusto, dirán algunos, pero si nos aferramos a la historia la mejor manera de ingerirlas es en su estado natural. Además, se comen vivas.
Hay todo un ceremonial para limpiarlas y comerlas, sean en mesa de mantel largo, o al lado de un tobo playero con solo unas gotas de jugo de limón acompañadas de una cerveza bien fría. De lo que se trata es de absorber el sabor mismo del mar sin nada que lo altere, sentir el yodo y las algas marinas de las que se alimentó el sagrado bivalvo, sin morderlas, dejando que los efluvios salobres cubran nuestro paladar con su primitivo placer seductor, como en el comienzo de los tiempos.
La ostra es, con todo, nuestro vínculo con la prehistoria que no ha podido ser eliminado y que marca la evolución de la especie. Porque todo lo que comemos crudo nos remonta a una etapa pre civilizatoria, a ese tiempo mayoritario cuando engullíamos la naturaleza tal como venía, al natural, para emplear una expresión de moda.
Podemos argumentar que el arte y la palabra nos diferencian de los demás seres vivos, pero esa diferencia comenzó a forjarse cuando nació la cocina. Fue el proceso de transformación de los alimentos lo que nos hizo humanos. La cocina fue la primera gran revolución, la que permitió la organización de la sociedad que se dio en torno a la hoguera, al fuego
La cultura, tal como lo han dicho los estudiosos del tema, nace cuando los alimentos crudos se cocinan. Cada pueblo tiene su propia manera de prepararlos y es partir de ellos donde nacen los vínculos sociales, los factores de relación y la ritualidad que se transforma en cohesión social. Porque la comida mide todo, incluso el tiempo, donde el día se divide entre desayuno, almuerzo y cena, una y otra vez, cada día, todos los días.
Para muchos comer crudo es signo de barbarie, cocinar es, al contrario, civilización. Uno de los platos más famosos donde la carne se come cruda se llama justamente steack tartare en alusión a las tribus mongolas. Para darle un toque renacentista, los italianos inventaron el carpaccio, plato que, pese a su nombre, siguen siendo carne cruda. Los japoneses tienen su sashimi y su sushi, con una rigurosa preparación aunque no lleve cocción, salvo la del arroz, que, para ellos, es la verdadera comida.
¿A qué viene toda esta distracción en momentos de cólera? Bueno, a ocho días sin energía que, en mi caso, me llevó a comer crudo y frío muchas veces y que nos puso a pensar en la regresión que vivimos, en esta vuelta a la prehistoria donde ya casi no tenemos alimentos y, si los tenemos, no podemos cocinarlos. Porque algunos podrán montar su hoguera en el patio o en la acera, pero no se les ocurra hacerlo en un apartamento de la misión vivienda ni en nada parecido.
Volvimos, sin quererlo, a tiempos de ostras que alimentaron a los primeros pobladores del territorio que se instalaron en los predios insulares de nuestra geografía. Tiempos de comida cruda y fría que, por ironías del lenguaje, condenarán a muchos de los culpables al ostracismo. No a comer ostras todos los días, sino, como decían los griegos, al destierro político por haber faltado a su palabra de servir a los ciudadanos