Trabajo en una petrolera, por Marcial Fonseca

Cuando le hablaron de un aviso de una empresa petrolera en El Impulso para trabajar en la Costa Oriental del Lago de Maracaibo, se dijo a sí mismo que esa era su oportunidad para salir de Duaca. Fue a comprar el periódico para conocer todos los detalles. Se alegró, los requisitos eran ser mayor de edad y tener primaria completa aprobada; era casi seguro que lograría ingresar; él, una vez que terminó su sexto grado se inscribió en el liceo nocturno y tuvo la osadía de llegar hasta segundo año.
Con sus diecinueve años se preparó para conseguir y llenar la planilla. Su progenitor le pidió a su compadre que los llevara a Barquisimeto, por supuesto, la molestia le sería pagada. Una vecina que estaba pendiente de la conversación de los compadres se ofreció a ir con ellos, su conocimiento de la ciudad de Barquisimeto la avalaba.
Una vez en la capital larense le preguntaron a la acompañante, que era una maestra jubilada, cómo llegaban al hotel; ella les indicó el camino; luego de cinco minutos, estaban en una carrera, así lo decía una placa en una pared: Carrera 19, que lucía muy solitaria. El conductor, desorientado, le preguntó si no se estarían tragando la flecha.
-¡Ay!, no sé -respondió ella; reconoció a alguien en la calle y agregó- ese joven que viene ahí fue mi alumno, déjenme preguntarle -y dirigiéndose al transeúnte, llamó su atención con un saludo.
-Hooola, maestra, ¿cómo está usteeed? -respondió el exalumno.
-Bien, mijo, bien… Óigame, ¿nos estamos comiendo la flecha?
-No, no, no se preocupe, esta calle es doble vida…
-Cómo se ve que fue su alumno -interrumpió uno de los compadres.
-Gracias, mijo, hasta luego -le contestó ella al joven, sin pararle a la burla.
El periplo continuó. Llegaron al sitio de la entrevista. Obtuvo la planilla, la llenó y la entregó; le dijeron que esperara; un cuarto de hora después lo estaban entrevistando y finalmente le dieron una carta para abordar el avión de la empresa que saldría al día siguiente a las nueve de la mañana desde el aeropuerto de Barquisimeto.
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La noche fue muy callada para él, a pesar de ello no pudo dormir. Al día siguiente se presentó al aeropuerto. Ya en el avión, cuando este taxiaba hacia la cabecera de pista, él se aferraba a la busaca de vituallas que le había dado su madre, el nerviosismo todavía no desaparecía. En un altavoz se oyó la voz de alguien de la cabina:
-A fajarse, si son tan amables.
Él comenzó a comerse sus arepas rellenas.
Un sobrecargo le llamó la atención.
-Señor, tiene que fajarse.
-Eso es lo que estoy haciendo, ¿no ve? -y le mostró la arepa con mortadela que se estaba comiendo.
-No, no, que se ponga el cinturón del asiento, por favor.
-¡Ah!, ‘ta bien
Llegaron a la Costa Oriental de Lago; un transporte de la compañía lo trasladó a la oficina de reportaje (en el argot petrolero, reportar era sinónimo de que estaban contratando personal, quizás por aquello de que quien era contratado para alguna ocupación u oficio lo mandaban que se reportara a la oficina de nómina).
Empezó su trabajo. Dos meses después presentó una fuerte tos en su turno, lo llevaron a la clínica ocupacional de la empresa. El medico lo auscultó.
-Tengo que suspenderlo -le dijo y esto molestó al paciente que reaccionó violentamente contra el galeno; lo acusó de explotador de la clase obrera; un desalmado que por una simple tosecita y ya lo suspendían.
-En la compañía -aclaró el doctor-, una suspensión es un reposo médico.
Marcial Fonseca es ingeniero y escritor
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