Un debate educativo, por Teodoro Petkoff
El Movimiento 1011, integrado por educadores, emitió un comunicado en el cual piden que “los extremistas del Gobierno y de la oposición no manipulen la polémica educativa”. Oportuno alerta, que coincide con el que hiciéramos el lunes pasado en un editorial cuyo título ya lo decía todo: “No caigamos en esa trampa”. En efecto, la naturaleza del tema educacional, que atañe a los valores más apreciados por la humanidad, se presta, por ello mismo, para que cualquier discusión sobre éste pueda ser manipulada para deslizarla hacia un terreno donde la reflexión sea sustituida por emociones primarias y sea el hígado y no el cerebro que dirija el pensamiento. Las posturas extremas, tan fáciles de inflamar, conducen inexorablemente a un diálogo de sordos, que anula toda posibilidad de debate fértil, del cual puedan eventualmente surgir acuerdos.
Los extremistas de cada polo se retroalimentan mutuamente, chantajeando a los sectores moderados de bando y bando, lanzando sospechas sobre su “tibieza” -la cual, dicen los “duros”, engordaría el caldo del adversario-, logrando así que aquellos se inhiban, borrándose de esa manera el espacio donde se pueden alcanzar coincidencias, y la escena es copada por los estridentes voceros de las posturas extremas, entre quienes todo consenso está bloqueado por definición.
El debate sobre la educación tiene que centrarse en los documentos oficiales: proyectos de Ley de Educación, de Ley de Educación Superior, Decreto 3.444 y Reglamento del Ministerio de Educación y Deportes. Lo que se debe discutir está allí y no en otros textos, muchos de ellos apócrifos, por lo general estrambóticos, que circulan por allí y desatan una verdadera paranoia, alimentada por paparruchadas, nada gratuitas, sobre la eliminación de las escuelas católicas, la eliminación de la enseñanza de inglés o el arrebato de la patria potestad a los padres. El Movimiento 1011 advierte que algunos de esos documentos o estas últimas truculencias bien “pueden ser carnadas de sectores radicalizados del gobierno para generar una reacción emocional”, sin descartar que también podrían provenir de “sectores extremistas de la oposición que están pretendiendo calentar la calle artificialmente”.
Discutir con base en documentos no oficiales o en prejuicios es gastar pólvora en zamuros. Por otra parte, los temas que están planteados deben ser abordados sin complejos ni chantajes de ningún tipo. La discusión sobre la autonomía universitaria, por ejemplo, no puede hacerse desde la perspectiva de que ésta es una suerte de dogma religioso, cuya puesta en discusión constituiría una herejía o un delito de lesa universidad. Discutirla no es negarla ni cargarla con culpas que no tiene -como esa de que sería la responsable de la escasa presencia de pobres en la UCV, tal como sugiere tendenciosamente Aristóbulo Istúriz-, sino para afirmar su pertinencia, sin cerrarla a las exigencias de una sociedad que no es la de 1918, cuando en Argentina nació el concepto de autonomía universitaria.
En la educación hay mucho paño que cortar y el país no puede darse el lujo de malgastar su tiempo con un debate trivial.