Una piramide de sal para Margot Benacerraf, por Miro Popić

El 29 de mayo de 2024 falleció Margot Benacerraf. En mayo de 1959 su película Araya fue premiada en el Festival de Cine de Cannes. Este es un pequeño escrito en su honor.
¿Con cuántos sacos de azúcar se endulza la mar?
Joropo venezolano
¿Dónde queda Araya?, preguntó Margot Benacerraf, cuando vio en una revista de los años cincuenta del siglo pasado la foto borrosa de unas pirámides blancas bajo un nombre ignorado hasta entonces por los presentes. La reunión era en casa de Arturo Uslar Pietri en compañía de Mariano Picón Salas y otros intelectuales destacados, donde ninguno sabía la ubicación de esos extraños montículos poliédricos huérfanos de faraones en una tierra desolada.
Eran unas pirámides de cristales de sal que estaban en un lugar llamado Araya. A los pocos días, Margot recibió una llamada de Picón Salas quien le dijo que para llegar a ese lugar ignoto tenía que ir hasta Cumaná y de ahí abordar una chalana hasta donde estaban esos peculiares monumentos desconocidos. Hacia allá se dirigió entonces Margot tras esa imagen, cámara en mano, tal como se lo contó a Diego Arroyo Gil en su magnífico relato La sal de ayer, donde recoge las memorias de nuestra cineasta principal.
«Llegué a Araya alrededor de las cinco de la tarde –le dijo Margot a Diego–. El sol era como un faro que caía sobre las ruinas del castillo, que es monumental. Y el resto era esa tierra árida, sola… y el mar. Han pasado tantos años y todavía lo cuento y me conmueve. Me cautivaba la relación entre aquella enormidad y aquella desolación. Iba por los pueblos y veía por igual belleza, soledad y miseria. De regreso en Caracas fui a la Academia de la Historia para buscar información sobre Araya, pero no había casi nada. Entonces viajé a España y me metí de cabeza en el Archivo de Indias, en Sevilla… ¡Bueno! Había mapas antiguos del territorio que hoy es Venezuela en los que solo había un lugar señalado: Araya».
Esa imagen de mala calidad con aquellas crípticas pirámides blancas, se convirtió en una obra maestra del cine universal, la mejor película venezolana de todos los tiempos, filmada en blanco y negro, estrenada el 13 de mayo de 1959 en Francia, en el Festival de Cine de Cannes, donde se cuenta cuadro a cuadro un día en la vida de tres familias dedicadas a la extracción salífera, continuando una tradición primitiva iniciada al comienzo de nuestra historia, cuando la sal era más preciada que el oro.
Cuenta Margot que los pobladores de Araya tenían «permanentemente el viento en contra, el sol inclemente en contra, la naturaleza entera en contra. Vivían en la miseria y en medio de una gran soledad.
No había nada, ni una flor que dar a los muertos, y sin embargo ellos responden con una inmensa dignidad a la necesidad estética de darles algo a los muertos. Recogen caracoles en el mar y se los ponen a las tumbas. Es un reconocimiento a la memoria, a la vida, a lo que ellos eran. Podían dejar esas tumbas así, desnudas, pero no».
Margot decidió filmar no con actores sino con los propios pobladores del lugar, en cuyos rostros quedó plasmada para siempre la última jornada de una cultura destinada a desaparecer.
Recordando esos instantes, poco antes de morir el 29 de mayo de 2024, Margot se preguntaba: «¿Qué pasó en Araya? Que la gente se sintió perdida. Los que pudieron, se fueron. Los que no, se quedaron, pero ¿en qué condiciones? Les quitaron las formas de vida de cinco siglos. Años más tarde yo volví a Araya y lloré. Muchos de aquellos a quienes había conocido estaban ahí, sentados en las puertas de sus casas. Algunos no hacían sino tomar cerveza. Otros estaban esperando la muerte».
La sal de Araya fue nuestro primer oro blanco y este es un pequeño relato de su historia en honor a Margot Benacerraf y su salina obra maestra. ¿Qué sería de Araya sin Margot? Olvido puro y simple.
Haraia
Desde 1499 se viene hablando de las salinas de Haraia luego de que Cristóbal Guerra y Pedro Alonso Niño navegaran por primera vez las costas orientales e insulares de lo que pronto sería llamado Venezuela. El mundo de la época se enteró de ello a través de los escritos del consejero de Indias Pedro Mártir de Anglería (1445-1526) quien en su obra Décadas del Nuevo Mundo escribió cosas así: «En aquella playa de Paria hay una región llamada Haraia, que es notable por una nueva especie de salinas: pues agitado allí el mar por la fuerza de los vientos, empuja las aguas a una vasta planicie que hay allí junto, y saliendo el sol, cuando se tranquiliza el mar se coagulan en blanquísima y óptima sal».
Esto lo sabían muy bien y desde mucho antes los guaiquerí, quienes comerciaban con la sal de Araya que utilizaban para conservar pescado seco como mercancía de intercambio con otras poblaciones. Así como lo hacían antiguamente con otras etnias indígenas de Tierra Firme, comenzaron a hacerlo con los recién llegados hispanos.
En 1511 la Corona tuvo que construir una torre de vigilancia en las salinas de la península que comenzaron a ser explotadas y codiciadas por todos los que llegaron al mar de las Antillas, que luego llamaron de los Caribes.
En 1515 llegaban a nuestras costas, desde La Española y Puerto Rico, barcos y mercaderes para pescar lisas y salarlas en las playas o en las propias embarcaciones para llevarlas como bastimento a sus islas. El historiador hispano-alemán Enrique Otte, autor de Cartas privadas de migrantes de Indias, en un trabajo publicado por la Academia Nacional de la Historia, da cuenta de una declaración de embarque de 94 mil lisas saladas de Araya, así como de un cargamento de 80.914 kilos de lisas saladas a Puerto Rico.
Las salazones cumanesas también se hicieron muy apetecidas en el comercio mundial desde la fundación de Nueva Córdoba o Cumaná por el gobernador Diego Fernández de Serpa. La abundancia de su pesquería la evidencia Lope de las Varillas, en 1569, en su Relaciones geográficas de Venezuela, cuando cuenta que «el gobernador envió un capitán con doce soldados a dichas salinas y pesquerías, y a cuatro caciques con trescientos indios. Metiéronse en ocho días en los tres navíos, más de cuatro mil fanegas de sal y más de dos mil arrobas de pescado seco que en este tiempo con mucha facilidad se pescó, aparte de que del pescado fresco comían más de 350 personas que asistían a la carga de los dichos navíos”.
Los holandeses
La narrativa de la sal de Araya se volvió global una vez que los holandeses se convirtieron en los principales buscadores del oro blanco de la época, materia prima indispensable para la conservación de sus apetecidos arenques. El historiador francés Pierre Chaunu, en su libro Sevilla y América siglo XVI y XVII, escribió: «La sal de Araya entra, a lo largo de los últimos años del siglo XVI, en el marco de la economía mundial. Su puesta en explotación está relacionada con las necesidades de la industria holandesa». Gracias a ella prosperó Holanda, hecho documentado por François-Marie Arouet, más conocido como Voltaire, en Ensayo sobre las costumbres y el espíritu de las naciones, con palabras así: «La pesca del arenque y el arte de salarlo no parecen un asunto de mucha importancia en la historia del mundo; fue, sin embargo, lo que de un país despreciado y estéril hizo una potencia respetable».
Se decía que la sal de Araya podía surtir «a todas las Indias» lo que originó una serie de invasiones desde 1593 en adelante, incluso hubo un intento inglés comandado por John Burgh que también fue rechazado. La corona española respondió con plomo y en 1622 inició la construcción del Castillo de Santiago de Arroyo de Araya, convertido hoy en un monumento en ruinas que ni los turistas visitan.
El 30 de noviembre de 1622 tuvimos nuestra primera guerra cuando 43 naves holandesas atacaron el territorio para impedir la construcción de la fortaleza que había solicitado dos años antes al rey de España, Diego de Arroyo y Daza, gobernador de Cumaná. En la península de Araya se libró una de las más importantes batallas del continente en esa época, batalla que duró dos meses, hasta que el 13 de enero de 1623 los invasores fueron rechazados y derrotados con la muerte del comandante holandés. Finalmente se retiraron a las islas de Bonaire, Curazao y Aruba, que los españoles llamaban islas inútiles, dejando de ser parte del territorio venezolano.
En enero de 1625 terminó la construcción de la que fue la primera y más importante fortaleza levantada por los españoles en suelo venezolano, que perdió importancia en 1648 cuando se firmó la paz con Holanda. Luego sufrió graves daños en su estructura afectada por el terremoto de 1684, hasta ser casi destruida totalmente por un huracán en 1725.
Sal de la tierra
No sólo del mar viene la sal, también de la tierra. Y si no hay, la fabricamos. El primero en registrarlo fue el florentino Galeotto Cey, quien vivió entre nosotros durante once años y participó en la fundación de El Tocuyo, en 1545, el primer poblamiento interior de la Tierra Firme que hoy se llama Venezuela. Lo dejó impreso en un libro vital de nuestra historia de la alimentación, Viaje y Descripción de las Indias. 1539-1553: «Sufren en estos llanos de falta de sal y la estiman mucho por no tenerla y estar el mar distante… La sal se tiene en grandísima estima, entre los indios y los cristianos, que allí se trae del mar, pero no alcanza ni para medio día. Los indios la fabrican muy artificial, en aquellos llanos que distan de aquí 5 leguas que llaman llanos de Quibor».
¿En qué consistía esa sal de fabricación indígena? Según Cey: «La hacen de una tierra superficial, salitrosa, cociéndola y colocándola con agua de lluvia en aquella tierra, después la cuecen, poniéndole un poco de aquella tierra hecha polvo y hacen así ciertos panes… pequeños y grandes y los venden, a cambio de maíz, a indios y cristianos». Según él, se trataba de una sal amarga, un poco fea a la vista, pero perfecta para salar cualquier tipo de carne. Habla también de una sal vegetal que en los llanos los indios !la hacen artificial, de cenizas de palma y orina, amarguísima y deplorable».
¿Cómo preparaban esta sal de la tierra de Quíbor? Dice Cey: «Hay un pedazo de tierra salada que será como de una legua, la cual los indios cogen y destilan en ollas y de la lejía que sacan de ella, llenan ollas y las cuecen tres días con sus noches sin apagar la candela de debajo, que es de madera recia. Y recogiéndose en dicho tiempo, cuaja un pan de color de tierra con el cual los naturales se han sustentado de sal, y los españoles la comercian a falta (de otra) y salan con ella la carne, y hacen mejor cocina que con la sal de mar».
Juan Castaño, en Descripción de la ciudad del Tocuyo, de 1579, cuenta que «los naturales que no pueden alcanzar esta sal (la marina), queman enea y otras yerbas y la ceniza de ello la comen por sal». Fray Pedro Simón, en Noticias historiales de Venezuela 1627, afirma que «usan de quemar cogollos de palma, y haciendo lejías de aquella ceniza, las cuajan con fuego y se hace de modo de salitre blanco en panes de la forma de la vasija en que las cuajan, y les sirve de mala sal, porque es amarga y desabrida», como lo vio en los llanos de Barinas y de Portuguesa.
Gonzalo de Segura, en un Juicio de Residencia de los Welser, del 3 de julio de 1538, citado por Pedro Cunill en Geohistoria de la sensibilidad en Venezuela, cuenta de un alcalde de Acarigua al que le dieron cien azotes porque «por necesidad que había de sal rescató ciertos panecitos de sal que no se acuerda lo que decían».
Estas costumbres se mantuvieron por siglos y cuando Alejandro de Humboldt visitó Venezuela en 1800, constató que los indígenas del sur queman «un algo que el Orinoco deja sobre las rocas vecinas cuando después de grandes crecientes entra de nuevo en su cauce. En Javita se fabrica la sal por la incineración del spadix de una palmera llamada chiquichiqui (Leopoldina piassaba) y de las frutas de la palmera seje o chimú (Oenocarous batauna)».
En Viaje a las regiones equinocciales, Humboldt relata la elaboración y uso de estas sales: «Ellos disuelven algunas gotas en el agua, llena de esta solución una hoja de heliconia plegada en forma de cornete y dejan hacer como de la extremidad de un filtro algunas gotas sobre sus manjares».
Rodrigo de Arguelles y Gaspar Párraga, en Descripción de la ciudad de Nueva Zamora, su término y Laguna de Maracaybo, cuenta que «también todos los indios destos pueblos comarcanos á esta laguna se sustentan de la sal de aquí, y desta sal se provee esta ciudad á trueque de maíz y bizcocho y harinas que se trae de Mérida y Trujillo». Esta provenía de las lagunas que al secarse «queda grande el altor de la sal». Una forma de comercio estable para la comunidad guajira de la época.
Cecina, cecina, cecina
¿Por qué tanta necesidad de sal desde tiempos prehispánicos? ¡Para conservar la comida! Con sal de mar conservaban pescados y mariscos desde el comienzo de nuestros tiempos. Con sal de la tierra o vegetal, tierra adentro, nuestros ancestros salaban chigüires, venados, lapas, conejos, aves, báquiros y cuanto bicho fuera comestible. Con la llegada del ganado vacuno y su multiplicación por las sabanas de tierra adentro, la sal era imprescindible para acumular carnes en salazón luego de beneficiar vacas para transformarlas en cuero que convertían en carteras, zapatos, y correas en Europa. Sin esa carne, Bolívar no hubiera podido alimentar las tropas que forjaron la libertad de esta parte de América.
«Cecina, cecina, cecina», era lo que pedía Bolívar en Angostura, según Mario Briceño Iragorry, donde ordenó grandes salazones, pues necesitaba provisiones para la campaña de los Llanos y de la Nueva Granada, y sólo cuando tuvo bastimento suficiente remontó el Orinoco, atravesó los Andes y llegó con sus tropas al sur del continente. Tenía, dice Briceño Iragorry, conocimiento de la importancia del ganado: «Había prosperado la cría. Con ella se había creado una riqueza y una conciencia de nacionalidad cuyo primer sucedáneo era la independencia económica. La guerra no podía hacerla un pueblo sin carne ni pan propios. La cría había servido de instrumento a los fieros soldados de la libertad».
Fue la carne de res conservada en sal, tanto marina como terrestre, la que hizo posible la Independencia de Venezuela. Sirvió de alimento casi único a las tropas que acompañaron a Bolívar hasta los confines de América, tanto que en diversas ocasiones su excesivo consumo fue motivo de preocupación y quejas.
Hay un oficio del 28 de marzo de 1819 donde se manifiesta que «la calidad de los alimentos que se han suministrado a las tropas en toda esta campaña, reducidos a carne sola, ha provocado algunas enfermedades». Por más que así fuera, sin carne no se podía continuar, como lo informó el general Carlos Soublette ese mismo año, cuando contaba con 54 reses y su ejército consumía 16 al día por lo que necesitaba urgentemente «remedio a la falta de subsistencias».
La carne se comía en forma de tasajo, es decir, bañada en sal y secada al sol, y en la premura de la guerra y las precarias condiciones de elaboración, se desperdiciaba la mayor parte de la res, tal como lo documenta Juan Manuel Cajigal en Memorias del general de campo don Juan Manuel de Cajigal sobre la Revolución de Venezuela, cuando dice que «… para sacar dos mil quinientos quintales de tasajo, que creo, fue lo que se llevó el convoy y ejército, se consumieron más de ocho mil reses». En esa época un quintal de Castilla equivalía a 46 kg, aproximadamente, lo que da 115.000 kg, equivalentes a 14,37 kilos de carne aprovechable por cada animal sacrificado. El desperdicio de carne en beneficio del cuero no era algo premeditado y voluntario, obedecía más que nada a la carencia de sistemas de mantenimiento y traslado rápido a los centros poblados para su consumo fresca.
Se recurría entonces al ahumado o bien a la salazón y curado donde la sal impide el desarrollo bacteriano ayudando a su conservación, método que en algunos casos también emplea azúcar para mejorar la penetración de la sal. Ese tasajo que se produjo por siglos de manera artesanal y rudimentaria, fue el ingrediente base del que nacieron las primeras preparaciones que transformaron la cocina y dieron forma a recetas realmente propias, cuya reiterada mención es conocida como carne frita de la que tanto se habla en los escritos iniciales sobre culinaria venezolana.
Hay un relato del fotógrafo húngaro Pál Rosty, autor de las primeras fotografías paisajísticas de nuestro país, que dice: «Alrededor de la casa hay también, por lo regular, un andamio de madera, como una glorieta rudimentaria, donde cuelgan carne de res, en delgadas tajadas, para que se seque al sol. Ellos dicen que esa carne es muy sabrosa, frecuentemente la trituran en el pilón, la amasan formando bolitas y la fríen. Esa es la carne frita». El naturalista alemán Karl Ferdinand Appun visitó Venezuela en 1849 y entre lo que escribió dijo cosas así: «Carne salada, carne frita, carne sancochada, tres veces al día, así reza el diario menú venezolano, y su reglamento se cumple con el rigor más grande».
Rómulo Gallegos, en su novela Pobre Negro, donde narra la negritud colonial venezolana, habla del tasajo como factor de unidad en la lucha por la independencia: «En cambio, lo que esa guerra puso en pie es lo genuinamente nuestro: la democracia de campamento, el mantuano junto al descamisado comiendo el mismo tasajo, el señorito Bolívar codo a codo con el Negro Primero». Por tasajo se entiende cualquier pedazo de carne seca y salada para su conservación.
Salados
Desde que el humano descubrió la sal, ya no pudo vivir sin ella. Es lo que nos diferencia de los animales. Somos los únicos que ponemos sal a lo que comemos y nuestros ancestros no eran ajenos a ella. Más allá del gusto y las preferencias individuales, la sal en los alimentos nos acompaña hasta más allá de la muerte, como el bacalao, el tasajo o el pisillo, por ejemplo.
Ramón David León, en Geografía Gastronómica Venezuela, escribió que la sal es materia obligada en nuestra cocina porque, «como en otros tantos aspectos de la vida, proceda del ánimo, del intelecto o de la materia, la sal es el condimento imprescindible ya que sin ella la existencia, las acciones, el amor y los ideales serían cosa muerta y sin valor».
En la dosificación de la sal está el secreto de una buena comida. Una comida sin sal es desabrida, insípida, sosa, no sabe a nada. Una comida salada es incomible, desagradable, intragable. Es en el justo equilibro entre las fuerzas aromáticas y gustativas de cada ingrediente, donde los gustos y preferencias encuentran su estabilidad gracias a la incorporación de la cantidad justa de sal.
El pescado fresco contiene un 80% de humedad que es preciso reducir a un 25% para que las bacterias dejen de trabajar y a un 15% para hacer lo mismo con los mohos y, de esta manera, preservar lo que comeremos dentro de semanas, meses o años, prolongando así el disfrute de un recurso que, de otra manera, se estropearía. La salazón del pescado en nuestro país se trabaja de dos maneras: salpreso o salado seco. El pescado salpreso se logra con una salazón breve que permita su conservación unos cuantos días, los suficientes como para viajar de costa a tierra adentro y ser consumido sin reservas. El pescado salado seco requiere más de 25% de sal para lograr mantenerlo por más tiempo, incluso años, sin que pierda sus cualidades.
El secreto para preparar pescado en salazón está en desalarlo correctamente, una operación que requiere atención y delicadeza ya que si se hace en exceso pierde todo su sabor y luego no coge punto, es decir, no agarra sal por más que uno le ponga. Para que no pierda sabor, en Cumaná y en oriente recomiendan hacerlo en agua de mar. Parece una contradicción, pero funciona. Es la mejor manera de vigorizar y resucitar su carne volviéndola a introducir en el ambiente natural donde transcurrió su vida.
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Rebranding
No todas las salen son iguales. Hay un tipo de sal para cada ingrediente, preparación o momento. La sal, cualquiera que sea, es poco valorizada en nuestra culinaria y casi ignorada por la mayoría de los cocineros. Hay una sensibilidad gastronómica hacia a la sal que va más allá de las preferencias gustativas y la percepción innata de lo salado por los humanos. La preferencia varía de una persona a otra y depende de factores hereditarios, etarios o gustativos.
Pienso que ha llegado el momento de darle a las sales venezolanas el reconocimiento histórico y gastronómico que merecen. ¿Cómo? Diferenciando sus usos y valorizando su procedencia y tipicidades. Tarea pendiente que hay que retomar de inmediato.
Si yo fuera productor, inventaría una marca con sal de Araya. La llamaría Margot y la promocionaría como: «una sal de película».
Miro Popić es periodista, cocinólogo. Escritor de vinos y gastronomía.
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