Verdades y mentiras que comemos, por Miro Popić
Twitter: @miropopiceditor
¿De qué hablamos cuando hablamos de cocina? Hablamos de la transformación de productos alimentarios y de una manera característica de prepararlos, de la selección de un conjunto de ellos, del empleo frecuente de determinados aromas y sabores, de reglas, usos y prácticas que se aplican regularmente, así como de las representaciones simbólicas, los valores sociales, religiosos y sanitarios que operan en el contexto social en que se desarrolla.
Más que definir la cocina a través de la identidad que determina lo que hacemos y lo que somos, es necesario indagar en la cocina de la identidad, sus signos y prácticas cotidianas y ver cómo lo que se come y se cocina va condicionando el proceso de las identidades, ya que no se trata sólo de ingesta de alimentos, sino de una actividad eminentemente social, política, cultural.
La cocina no es solo ingredientes, materia prima, nutrientes, condimentos. En ella concurren elementos simbólicos e imaginarios que conforman una cultura a partir de la naturaleza y la manera en que la transformamos para alimentarnos por placer o necesidad. Es el entorno lo que determina qué se come, es la costumbre la que establece cómo se come, es el conocimiento el que fija las maneras y formas de preparación de los alimentos que ingerimos, es la memoria la que los transforma en cultura.
El gusto venezolano comenzó a gestarse con la llegada de los primeros pobladores del territorio. Ha sufrido modificaciones profundas, trascendentales, dramáticas a lo largo de su historia, pero mantiene ciertas preferencias y determinados ejes culinarios que son los que, en definitiva, nos identifican como pueblo y cultura, ejes que corren el riesgo de desaparecer y ser sustituidos por elementos ajenos a nuestra identidad, y que es necesario precisar y preservar para resguardar un patrimonio gustativo cada vez más amenazado por la globalización, el mercado, el facilismo, la indiferencia, la imitación y el olvido.
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Comer una mazorca de maíz e ingerirla cruda es un acto primario de subsistencia. Someter esa misma mazorca a la acción del fuego directo sobre las brasas o bien introducirla en líquido bullente para hacerla comestible es cocina. Procesar los granos de esa mazorca, molerlos, transformarlos en masa, incorporarle otros ingredientes no necesarios para su digestión, aderezarla con componentes ajenos y lejanos para enriquecer su saboricidad, envolver la preparación y darle forma para someterla a cocción y permitir su conservación, eso, además de cocina, es cultura. Repetir ese procedimiento por un determinado grupo social o étnico una y otra vez hasta transformarlo en acción colectiva, cotidiana o festiva y disfrutar de ello, es identidad.
Si la fortaleza de una nación radica en su identidad, como dice el Saime, esa identidad comienza a forjarse con la alimentación. Y esa alimentación está tan difícil como conseguir pasaporte o cédula.
En materia de alimentación, todos sabemos las carencias que padecemos. Por eso uno se asusta cuando escucha, por ejemplo, al canciller Carlos Farías en la 77 Asambea Anual de la Organización de Naciones Unidas, el pasado 24 de septiembre, diciendo que nuestro país tiene la solución del hambre en el mundo si sigue el modelo del socialismo bolivariano. Entre otras falsedades, aseguró que la inmigración se ha reducido porque ha regresado el 60% de los que se fueron y que por primera vez desde hace 130 años estamos produciendo el 80% de lo que consumimos. Si hemos de creerle, estamos cerca de volver a la autarquía originaria. Ya comenzamos a cocinar con leña, como cuando éramos colonia.
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Miro Popić es cocinólogo. Escritor de vinos y gastronomía.