¿Y el “pobre Joao” qué?, por Teodoro Petkoff
Mañana se cumplirán tres meses de los asesinatos de la Plaza Altamira perpetrados por Joao De Gouveia.
El juicio ha sido pospuesto varias veces y se encuentra virtualmente paralizado. Los juicios a los presos por los crímenes del 11A tampoco se mueven y, además, aparte de los que ya están en la cárcel, que son cuatro, los otros cinco indiciados no han sido detenidos. Las investigaciones sobre las bombas lanzadas contra las sedes de Globovisión y de Así es la Noticia jamás pasaron del estadio en el cual José Vicente Rangel y Diosdado Cabello anunciaron, con cara de circunstancias, que “de inmediato se abrirán las averiguaciones correspondientes”. Los familiares de los compatriotas muertos en las manifestaciones de Los Próceres y de Charallave también esperan por la detención y el juicio de los supuestos autores de los asesinatos, no menos supuestamente identificados. Tampoco se sabe nada de los responsables del hombre muerto de San Juan de Los Morros ni del que fue abaleado en la Plaza Bolívar. Los homicidios de los cinco dirigentes campesinos del Sur del Lago de Maracaibo tampoco han sido esclarecidos, a pesar de que en la región es un secreto a voces la identidad de quienes pagaron los sicarios.
Si nos atenemos a estos antecedentes poca duda debe caber, pues, que en cuanto la opinión pública se vaya adormeciendo respecto del caso o sea sacudida por algún nuevo escándalo, los terroristas que colocaron las bombas en las sedes diplomáticas de España y Colombia, “apuntaditos” y todo, entrarán tranquilamente en la guarimba del olvido.
Igual suerte correrán, muy probablemente, las investigaciones sobre la emboscada y masacre de La Campiña, lo mismo que las que nunca pasaron del aguaje inicial en el horrendo crimen de los tres soldados y las muchachas que los acompañaban.
Impunidad es el nombre del juego. Es un juego peligroso. Porque no sólo permanecen sin sanción los crímenes de raíz política sino que decenas y decenas de homicidios de naturaleza común jamás son aclarados. Estamos ante una quiebra de las instituciones policiales, claramente desbordadas por la marejada delictiva y también duramente afectadas por los avatares políticos. La Policía Metropolitana de Caracas es casi de adorno, desarmada como ha sido, y la antigua PTJ, cuyo impráctico nuevo nombre es casi un símbolo del desastre organizacional en que ha sido sumida por el doble chavismo que la agobia (el de Hugo y el de Marcos, su Director), es un hazmerreír. La Disip galopa hacia el rescate de la Digepol. Y pensar que muchos de los votantes de Chávez creyeron que lo que el país necesitaba para enfrentar la inseguridad personal era un militar.