Apagón en la UCV, por Teodoro Petkoff
La universidad venezolana, ya se sabe, está en deuda con el país. Hace rato que reclama una discusión sobre sí misma y su relación con la sociedad. Pero por allí han aparecido unos tales «tomistas» (un grupo de jóvenes cuya habla es la elocuente expresión del fracaso de la educación venezolana: sólo pueden balbucear consignas y ninguna idea), curiosamente respaldados por la profesora vicepresidenta y otros personajes, que reclaman una constituyente universitaria y que para hacer esa discusión. El profesor de esa casa, Earle Herrera, activista de la renovación universitaria de 1969, ex constituyentista, además de conocido humorista, ha hecho, muy en serio, el retrato hablado de estos constituyentistas y «revolucionarios» universitarios. Leámoslo: «La llamada endogamia académica, merced a la cual es difícil que alguien de afuera le gane un concurso a uno de la casa; los jurados de ascensos de la misma escuela, departamento, cátedra -casi compadres- del examinado; los que no presentan trabajos, ¿están dispuestos a que el destino constituyente los alcance?» Luego, Earle se manda con una seguidilla de preguntas a cual más pertinente: «¿Debe seguir la figura de empleados que se hacen profesores por acta convenio, caso único en la academia universal? ¿La nómina administrativa es muy reducida, normal o 5.000 empleados y obreros es como mucho? ¿La revisamos o mejor no tocamos la tecla de los derechos adquiridos? Los dirigentes sindicales y profesorales que claman y abogan por los excluidos, ¿están dispuestos a que sus hijos compitan en igualdad de condiciones -pruebas del CNU o internas- con los del pueblo preterido? ¿Sancionamos al adversario político y por la misma causa protegemos y premiamos al amigo y compañero? Trabajar 20 años a medio tiempo y luego, al final, trepar a un cargo directivo para jubilarse con prima y a dedicación exclusiva, ¿será corrupción? ¿Tú qué crees?» Earle tiene más preguntas inquietantes: «¿Qué hacer con los dirigentes gremiales y sindicales eternos? Los repitientes profesionales, los que viven cambiándose de escuela, ¿están dispuestos a ceder el cupo que usurpan a los excluidos? ¿Deberá, no sé, aplicarse una normativa a la repitencia? ¿O dejamos eso como un pasivo de la revolución, que también los tiene y en exceso? ¿No es una distorsión que el odiado poder universitario subvencione a los gremios de estudiantes? ¿Deben sufragar los recursos universitarios -vía federaciones de centros- campañas electorales para diputados y cargos públicos? ¿Están de acuerdo con eliminar prebendas, recursos millonarios, viáticos y carros rústicos que desnaturalizan al movimiento estudiantil? ¿Sí o no? ¿Será posible una revolución sin carpas Coleman?» ¿Hacia dónde apuntará Earle con esta reflexión?: «Bueno hubiera sido -y pedagógico- y revolucionario, que profesores que hoy reclaman una constituyente originaria, cuando ocuparon altos cargos hubiesen renunciado para que el soberano universitario tomara las riendas. No fue así, ejercieron a placer el poder constituido y, cuando otros ganaron con los votos y los desplazaron, piden su renuncia en nombre de las masas. Mire usted».
Earle Herrera desnuda, de modo sencillo pero corrosivo, una «revolución» universitaria que no es otra cosa que una manifestación más, quizás terminal, de los tremendos vicios y distorsiones que han hecho de la UCV una casa vencida por las sombras