Carmen de Uria: el camposanto de donde nadie quería salir (VII)
A pesar de que algunos sobrevivientes de Carmen de Uria fueron reubicados en otros estados del país, muchos decidieron vender las viviendas asignadas y regresar a su terruño para vivir en medio de escombros y cadáveres, pero junto al recuerdo de lo que alguna vez fue su amado pueblo
A 20 años de ese desastre de Vargas, Carmen de Uria, una de las poblaciones más afectadas por el deslave, sigue tan destruida como la primera noche tras aquel 15 de diciembre de 1999, cuando la furia de la montaña se llevó más de 200 casas consolidadas y unos 500 ranchos que existían en la zona.
Antes de ser un cementerio nacional, como fue declarado cuando bajaron las aguas, Carmen de Uria era una gran hacienda con sembradíos frutales de todo tipo. Así la recuerda Teófila Rosa de Díaz, una lugareña nacida y criada en la zona que a sus 88 años ha visto y escuchado todo lo que muchos no.
Díaz estuvo en su casa durante la tragedia. Lo que vio es inolvidable. Ella pensó que no lo contaría, que no podría sobrevivir. Su realidad, afortunadamente, es otra. Según narra, «era la primera vez que yo veía una cosa así». Porque ella había visto crecidas de ese río, «pero ninguna como esa», contó a TalCual desde el porche de su casa que aún habita, mientras señala hacia el cauce que se llevó todo durante la tragedia, incluyendo a una de sus hijas adoptivas.
Ella, al igual que muchos de los que sobrevivieron y que actualmente viven en Carmen de Uria, no quiso abandonar su casa. Para ella, permanecer en ese lugar es similar a estar en un paraíso. Recuerda que fue hacia 1958 cuando instalaron electricidad en esa localidad y que desde entonces empezaron a construir quintas, panaderías, farmacias y una escuela que le dio vida al pueblo. El semblante ya era otro.
De acuerdo con Teófila, fue durante el gobierno del general Marcos Pérez Jiménez que cada quien agarró un pedazo de tierra y empezó a construir lo que mejor le convenía. «Pérez Jimenez quería construir aquí una pequeña Venecia, pero menos mal que no la hizo porque el desastre hubiese sido peor», dice.
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La anciana tiene claro lo que pasó: desviaron el río y cuando este creció simplemente buscó su cauce natural. «Con las lluvias el río crecía y crecía. El pozo que se estaba haciendo era como una balsa y cuando esa balsa reventó se llevó todo. No le pusieron suficiente salida y ya sabemos el resultado. Por donde está corriendo ahorita es por donde debía estar cuando pasó el deslave», señala.
A ella no le da miedo vivir en Carmen de Uria en 2019. Está convencida de que lo que pasó hace dos décadas ya no volverá a ocurrir, al menos mientras ella viva. «Dicen que eso pasa cada 50 años, pero yo no llegó a allá», aclara Teófila, quien padece de problemas de circulación. Lúcida a sus 88 años, recuerda con orgullo no haber votado en las elecciones de referendo aprobatorio de la Constitución de ese 15 de diciembre. «A mí no me gusta el chavismo y mira cómo estamos pasando hambre. No tenemos gas, cocino con leña y me hace daño el humo», denuncia.
Salir no era opción
A Teófila le asignaron una casa en Yare cuando quedó damnificada, pero la inseguridad y la «mala vibra» de ese lugar la hicieron regresar a su terruño. Originalmente su hijo vivía allá, pero todos vendieron y volvieron a la casa materna varguense. Según la anciana, en Yare «matan mucho a la gente porque el cuartel está ahí mismito». Por eso, aunque Carmen de Uria esté como esté, ese es el mejor lugar en el que ha estado y nunca lo cambiaría por otro.
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Hubo muchos que nunca quisieron abandonar sus hogares y se quedaron en el pueblo fantasma. Nicolás García es uno de ellos. Su vivienda estaba bastante alejada de la carretera y del río, por lo que quedó intacta cuando la mayor parte de la localidad fue arrasada.
A pesar de que toda su familia se fue por la montaña hacia el pueblo de El Tigrillo, él quiso quedarse. Ni siquiera los bomberos lograron sacarlo de su casa. No hubo advertencia que pudiera con su terquedad.
Cuando empezaron los trabajos de reconstrucción de la carretera Naiguatá – Caribe, intentaron demoler las estructuras que habían quedado en pie, incluida la propiedad de Nicolás García.
«Pese a la destrucción de alrededor, yo vivía cómodamente en mi casa hasta que un día vinieron a ofrecerme otra vivienda y me pidieron que dejara esta. No quise. Después me ofrecieron 7.000 bolívares porque querían tumbarla y mucho menos quise». García confiesa que se vio tentado a dejar la zona cuando, unos meses más tarde, Pdvsa fue hasta el lugar a levantar un puente. «Me dieron 130.000 bolívares. Compré una casa en Naiguatá, pero no me mudé yo sino mi hijo», revela.
Asentado en la misma vivienda que ya había vendido, Nicolás, ahora de 72, dice que cuando alguien tiene más de 10 años en un lugar «el sitio pasa a ser tuyo. Así que de aquí no puede a venir a sacarme nadie». Con real y medio.
Un milagro
Margarita vivía en un edificio de cuatro pisos, uno de los más altos de Carmen de Uria. Durante la tragedia su familia se redujo a solo tres personas luego de que el río se llevara a dos de sus tres hijas, que nunca más aparecieron.
Desde la terraza de su apartamento veía cómo el caudal se llevaba las casas de otros, por lo que se sentía agradecida con Dios por darle la oportunidad de seguir viva. Sin embargo, unos minutos después la desesperanza la invadió cuando vio cómo una ola de barro y piedras golpeaba el edificio y literalmente arrasaba con la mitad del inmueble, y a sus hijas.
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«De repente escuché un ruido extraño que provenía de la montaña. Volteé y no me dio tiempo de nada. Bajó una ola de piedras, pantano y agua y partió la mitad del edificio. Vi cómo la corriente se llevaba a mis tres hijas y yo sin poder hacer nada».
El lado del edificio donde ella y su esposo se encontraban quedó intacto. Desde entonces se siente culpable. Aún hoy, a sus 62 años, admite haber estado devastada.
Para ese momento la tristeza la había embargado, pero la tragedia no le dio tiempo de pasar el luto con calma. Al minuto siguiente llegó otra riada que impactó la parte donde ella estaba y la dejó enterrada del cuello hacia abajo. Estaba inmóvil, pero su esposo, quien no quedó tan tapiado como ella, logró salir para liberarla.
Durante esos minutos en el lodo, cuenta que veía pedazos de brazos y hasta el cuerpo de uno de sus vecinos.
A su edad la memoria le ha ido borrando detalles, pero lo único que no olvida es el momento cuando le dijeron que su hija menor estaba viva. «La montaña no había sido tan mala. El lodo la bombeó para el otro lado de la montaña y la encontraron desmayada al día siguiente. Sobrevivió… sobrevivimos», dice Margarita.
Nunca más supo de él
Gastón Coronado es un médico traumatólogo que llegó a Carmen de Uria en 1988, justo 11 años antes de la tragedia. Allí se estableció con su esposa y sus dos hijos, de ocho y cuatro años respectivamente. Su vida era tranquila dado lo apacible de esa localidad del litoral central venezolano, muy diferente al resto del estado. Tan diferente, que después del deslave fue una de las tres zonas declaradas camposanto.
Vivía alquilado en el segundo piso de una casa de una familia de árabes ubicada a dos cuadras de la carretera principal. Durante el deslave su casa fue centro de acopio pues fue de las pocas que no sucumbió a la vorágine de la naturaleza.
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Coronado recuerda que durante toda la mitad del año 1999 había llovido mucho. «Las lluvias no fueron solo los cuatro días previos a la tragedia. Llovió durante los seis meses previos», afirma.
El peligro se asomaba. En la carretera hacia Naiguatá empezaron a darse deslizamientos y cada vez se hacía más difícil conectar con ese poblado. Así fue hasta que quedaron incomunicados. Pero, al igual que la mayoría de los que vivían ahí, nunca pensó que la tragedia sería de tal magnitud.
«El día 15 las lluvias fueron demasiado fuertes y empezó a subir el nivel del río. La montaña explotaba agua, la que nos quedaba en frente de la casa, y eso era muestra de la gran saturación de agua que había», señala el médico. Esa noche dos familias se fueron a su casa porque las suyas ya se habían derrumbado.
Narra que mientras estaban en el segundo piso la casa, las dueñas de la vivienda -unas señoras mayores-, se encontraban en la primera planta y no querían salir. Bajó a buscarlas, pero una vez dentro quedaron todos atrapados. Lo peor ya había llegado.
«Comenzaron a venir oleadas, se desprendía una cantidad de agua que estaba represada y después de esas riadas se secaba el agua y quedaba lodo. Después venía otra riada y hacía que desapareciera el lodo. Eran olas de un metro o más de altura. Cuando las señoras se estaban preparando para salir, vino una riada y dejó tapiada la parte de abajo de la casa, no podíamos salir».
Por suerte, en cuestión de minutos llegó otro golpe de agua que liberó la entrada de la quinta y pudieron escapar. Por lo que puede recordar, había 18 personas en la casa, de las cuales seis eran niños pequeños.
Cuando decidieron salir, él fue el último en hacerlo. A las afueras de su casa había restos de cabillas de una construcción que estaba en ejecución. Vio como algo se movía en el agua y oscilaba alrededor de la cabilla. «Era el cuerpo de un niño de tres o cuatro años que tenía ensartado el ojo en la cabilla. Lo liberé, me lo llevo a la casa de arriba. No sabía quién era… La herida era superficial y eso le salvó la vida», comenta el especialista.
El niño que encontraron no respondía a ningún nombre, tan solo se quejaba por el dolor. Nunca lo habían visto, pero dejarlo ahí no era una opción. Esa misma noche junto con su familia y los nuevos inquilinos tuvieron que romper una pared y saltar de un techo a otro para poder salvarse antes de que su casa se la llevara el río. Desde el techo de esa otra casa le tocó ver como su hogar era tragado por el agua.
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«Vimos cómo una edificación que estaba a una cuadra y media de la que era mi casa se pulverizó cuando vino una ola como de cuatro pisos. Era la vivienda de unos portugueses que tenían el abasto Brasil. Vimos los cuerpos de ese grupo familiar por el aire cuando llegó esa ola. Yo los conocía», indica Coronado.
Como pudieron dieron con un callejón que daba a la avenida. Con sus dos hijos, el niño, las dos ancianas y los otros vecinos lograron llegar a la carretera donde estaban los que habían salido primero. Allí le entregaron el pequeño rescatado a una amiga que estaba con toda su familia, pensando que serían rescatados antes.
Y en efecto así fue: ellos fueron auxiliados antes que el médico y su familia, quienes decidieron caminar por una vía improvisada entre la carretera y la playa que abrieron exbomberos de Naiguatá para poder llegar hasta El Tigrillo. Allí los residentes les tendieron la mano ofreciendo alimentos y alojamiento hasta el día siguiente, cuando los infantes de la marina los llevaron hasta el puerto de La Guaira. La vida les había dado una segunda oportunidad.
Veinte años después, Gastón Coronado se sigue preguntando quién sería aquel pequeño que rescató y de quien nunca supo su nombre. En lo que a él y su núcleo familiar respecta, fueron de los pocos moradores de Carmen de Uria cuya historia tuvo un final feliz, pues el resto del pueblo fue literalmente barrido por la peor tragedia natural que se recuerda en Venezuela.
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