Cleptocracia, por Bernardino Herrera León
Twitter: @herreraleonber
La corrupción es quizás el más determinante de todos los problemas no resueltos por la clase política mundial. Y, sin embargo, suele encabezar la lista de promesas y propósitos de todos los políticos, sin excepción. En ello se nos fue el siglo XX, y se nos está escurriendo el siglo XXI, que en materia de corrupción se muestra peor que el anterior.
Creímos por mucho tiempo y de buena fe que la corrupción se combatía con honestidad. Bastaba que un político probo llegara al poder para eliminar el problema. Pero no resultó así. Muchos políticos probos, que los hay, alcanzaron altos cargos, pero el problema no se ha resuelto. Al contrario, la perversa dinámica de la corrupción parece envolverlo todo, de tal modo que cada vez es más difícil hablar de política saltándose el tema de la corrupción.
Constatar esto es muy duro, porque la corrupción es a nuestros sistemas políticos lo que el cáncer al cuerpo humano. El daño principal no está en el pésimo desempeño del Estado y del gobierno para satisfacer las demandas sociales y para garantizar el pago de las pensiones, sino en la destrucción de la confianza social, que es la esencia de la civilización. La política y los políticos lo son en la medida de su credibilidad.
En el fondo, la democracia es un frágil sistema que depende de la confianza y su consecuente credibilidad mutua. La corrupción es un torpedo directo a su línea de flotación.
Los sistemas totalitarios, especialmente las ideologías de izquierda, saben muy bien esto. Usan la corrupción como arma arrojadiza contra sus adversarios políticos para promoverse. Al mismo tiempo, se arropan con la cobija de inmunidad ideológica, que consiste en un puro acto de fe: “Los revolucionarios jamás se corrompen”.
Los totalitarios argumentan que la democracia “burguesa”, “representativa”, “liberal” o cualquier otro remoquete que inventan, no es viable para poner orden en el desorden que provocan tantas opiniones en la toma de decisiones políticas y sociales. Así, acusan a las democracias de ser inevitablemente corruptas.
Pero, no tienen razón. Es todo lo contrario. Los regímenes totalitarios han sido y siguen siendo los más corruptos. La diferencia está en la información. En democracia nos enteramos, en las dictaduras no. Sencillamente, el totalitarismo es corrupción en sí misma. Y la democracia una alternativa para escapar de ello.
Lo expresó muy bien el politólogo Gianfranco Pasquino, en su libro “Sistemas Políticos Comparados…” de 2003, con una expresión de axioma matemático: “La corrupción es mayor en tanto menor es la seguridad de la élite en el poder de mantenerse en ella”.
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Dicho de otro modo, la corrupción es una medida de la desinformación. En su libro de 2018, “Cleptocracia, el nuevo modelo de la corrupción”, Villamil argumenta que la cleptocracia no se limita a una “mafia del poder”, que bastaría con expulsarla para resolver el problema. La corrupción no es una batalla entre buenos y malos, entre honestos y deshonestos. La corrupción es una estructura, cuya arquitectura abarca desde los cimientos hasta la cúspide.
La corrupción, agrego, es una ideología o parte de ellas. Una de sus más formidables herramientas. Los totalitarios la repiten en estribillo para condenar a las democracias y erigirse así como salvadores de la humanidad.
El “nuevo modelo de la corrupción”, referido por Villamil, es una sociedad formada por organizaciones criminales y grupos políticos. Un caso escandaloso de esa asociación perversa es las FARC colombiana. Su costosa guerra se financiaba, primero, con delincuencia común, mediante asaltos a bancos, abigeato y secuestros. Luego, con la industria internacional del narcotráfico. Ahora son statu quo. Disponen de fortunas para comprar decisiones políticas y corromper a la justicia.
El modelo FARC escala niveles más altos con el chavismo venezolano. Quizás, el más complejo y aberrante sistema de corrupción conocido en la historia moderna. Venezuela es hoy una gigantesca lavadora de dinero ilegal, no solo del narcotráfico y otros delitos, sino además de la corrupción mundial. “Corruptos del mundo, venid y uníos”, alardean descarados e impunes sus jerarcas. Son, abiertamente, un gobierno corrupto y forajido. El mundo entero lo sabe. Pero nada se hace para erradicarlo. La Corte Penal Internacional, con la inefable fiscal africana Fatou Bensouda, apenas comienza a reconocer tímidamente una punta del abominable glaciar genocida y criminal del chavismo. Pocas esperanzas se ofrecen para la justicia, ni de corto, ni de mediano ni de largo plazo.
Lo peor de la cleptocracia venezolana es que la oposición política la conoce y muy bien, sin saber cómo o, peor, por no querer enfrentarla. La Asamblea Nacional anunció en el 2016 revelar el mapa entramado de la corrupción venezolana, conocido como el “informe Montoya”. La geografía de las multimillonarias cifras birladas por los jerarcas chavistas y su enorme ejército de cómplices y testaferros. Los venezolanos aún estamos esperando conocer los “detalles” del “informe Montoya”.
Igual que los regímenes totalitarios, las cleptocracias siempre colapsan, en algún momento. Son insostenibles en el tiempo. No pueden evitar destruir la fuente original de la riqueza del trabajo productivo y honesto. En la sociedad del “todos somos corruptos” ya no quedan honestos que robar.
Los indicadores de crecimiento económico mundial alertan que lo que queda de economía honesta se ralentiza bajo la presión corrosiva de los regímenes corruptos. Basta observar el mapamundi elaborado por Transparencia Internacional, el Índice de Percepción de la Corrupción 2019, para comprobarlo a simple vista. Dos tercios del planeta manchados de rojo-corrupción y cada vez menos color amarillo-honestidad.
Falsa moneda mancha a quien la acuña, reza un refrán español. En algún momento, cuando los ciudadanos comprendamos las nefastas consecuencias de las ideologías que siempre acaban en sistemas corruptos. Reconocerlo es paso previo para dar cabida a doctrinas racionales viables, con el que construir un orden político y social de honestidad aceptable. Ni tan pura ni tan ruin.
La corrupción no se resuelve poniendo a gobernar a los monjes de un convento de San Francisco de Asís. Más temprano que tarde, tendrá que ser más tema de ciencia, que de filosofía y teología. La idea de que la honestidad surge por generación espontánea ya no es creíble. La honestidad es función de la transparencia y viceversa.
Un buen comienzo sería aplicar la reserva del derecho de admisión a los cargos de elección popular y demás cargos públicos por nombramiento. Si solo el 1% de la población delinque, como promedian las estadísticas mundiales, qué tal si se establece que el 99% restante pueda postularse.
La viabilidad de las democracias como alternativa a los regímenes dictatoriales y totalitarios está en peligro si no se enfrenta con efectividad a la corrupción. Y no sólo está en peligro la democracia, sino la civilización misma.
Bernardino Herrera es Docente-Investigador universitario (UCV). Historiador y especialista en comunicación.
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