Hambre endógena, por Miro Popić
Twitter: @miropopiceditor
Nada de lo humano me es ajeno, escribió Federico García Lorca, menos si se trata de una guerra. Por más distante que parezca, siempre nos afecta. Si no, vayan a la panadería y compruébenlo de inmediato. Subió el precio del pan y seguirá haciéndolo. Ucrania y Rusia proporcionan el 24% del suministro mundial de trigo, el 17% del de maíz, el 32% del de cebada y el 75% de las semillas de girasol con que se elabora aceite comestible.
Según un informe de las Naciones Unidas y su Programa Mundial de Alimentos (WFP), la pobreza, la crisis climática y la escasez de alimentos son la causa de que 820 millones de personan no tengan lo suficiente para alimentarse y 113 millones pasen hambre severa. Porque de eso se trata. Hambre pura y simple, luego de la revolución y sus políticas.
Aquí comenzamos con este tema mucho antes de que Rusia invadiera Ucrania hace más de un mes. Nada más con revisar la Encuesta Nacional de Condiciones de Vida (Encovi) hay suficiente información para levantar un documentado expediente ante cualquier tribunal internacional.
O, si no tienen tiempo para leer, con escuchar un par de minutos a la doctora Susana Rafalli pueden adentrarse en el infierno de la dificultad para conseguir comida y no poder dar de comer a los hijos.
Mi padre emigró por hambre luego de la primera gran guerra que devastó Europa. Entre sus recuerdos, reiteradamente, está la imagen de su madre, mi abuela, cambiando su sortija de matrimonio por un poco de maíz para hacerle una polenta a sus hijos. Odile, la abuela de mi esposa Yolanda, viajó de su Gantz natal, en Bélgica, a Rubio, a donde llegó luego de pasar por La Guaira, Curazao, Maracaibo, navegar hasta el sur del lago y de ahí subir al Táchira en época de Gómez. Cocinaba rico y siempre hablaba de los campos a donde iban a buscar restos de papas en los huecos que dejaban las bombas en la tierra removida por las explosiones. Tal vez por eso se valoró siempre la comida en nuestras casas. Nada se desperdiciaba, todo se compartía. Siempre había un puesto servido por si alguien llegaba.
Ironías del destino. Tal vez fue esta condición la que me llevó a plantearme el comer como sustento de vida. Más que eso, el contar sobre lo comido para llevar el pan a casa. Soy uno de los pocos en este país al que le pagan por comer. También por beber. De eso escribo y de eso vivo. Las maneras en que se nutren los pueblos nos hablan de la estructura de las sociedades, las formas de vida, de la naturaleza transformada en cultura y el desafío que significa perdurar en el tiempo, trascender, porque en definitiva la historia del hombre no es sino la historia del hambre.
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Tuvo que llegar Lévy-Strauss explicando las diferencias entre lo crudo y lo cocido, dándole valor simbólico a la alimentación, para que fuera tomado en serio el hecho de comerse una empanada de pie con el culito pa’tras o envolver una hallaca en hojas de plátano y no en papel de aluminio. Lo hizo a partir del estudio de unas etnias amazónicas, las mismas que hoy son asesinadas por el acceso a wifi.
La interpretación de la comida nos enseña que la transformación de la naturaleza en alimento, no solo nutritivo sino placentero, es la mejor manera de entender nuestras debilidades y fortalezas. Estatus social e identidad a partir del hambre, donde los ritos desaparecen una vez que el alimento se hace escaso, difícil, imposible para algunos.
«En el siglo XX el hambre y las hambrunas fueron muy a menudo el resultado de decisiones políticas equivocadas e imprudentes», escribe Paolo Rossi estudiando fotos de campos de concentración y gulag soviéticos donde se ven niños y adultos reducidos a esqueletos.
Hambruna provocada la llaman, como la que ocurrió en Ucrania entre 1932 y 1933 por órdenes de Stalin. De esos relatos extraigo este párrafo del escritor soviético Vasilli Grossman: «Niños con caras de ancianos, atormentados, como si hubieran estado en el mundo setenta años; y para la primavera ya no había caras, eran sino cabecitas de pájaros con su pequeño pico, o con el hocico de una rana, con esos labios grandes y finos, otros parecían pequeños gobios con la boca abierta. Ya no eran rostros humanos».
Como muchos de los que vemos por estas calles cuando alguien denuncia la infancia desnutrida. Sin que seamos Ucrania, por ahora.
Miro Popić es cocinólogo. Escritor de vinos y gastronomía.