La armadura de la hallaca, por Miro Popić
Uno de los componentes más importantes de las hallacas es el que no se come. Mucho se habla de ellas estos días. Que si se escribe con ye o con ll, que si es derivada del tamal, que si lleva o no tomates el guiso, que si se come o no con mayonesa, etc. Pero poco se lee de un elemento fundamental que tiene que ver con su armadura: las hojas con que se envuelven.
El primer envoltorio de la hallaca fueron sus propias hojas, el maíz, su manto natural. «Hacen una masa que envuelven en hojas del mismo maíz o de caña poniéndolas a cocer en una vasija grande de tierra donde caben muchas…y a esta clase de pan llaman aiacca», como escribió por primera vez Galeotto Cei en 1545, documentado la existencia de nuestro principal condumio prehispánico.
Utilizar hojas para envolver, cocer o preservar lo que comemos es una idea indígena compartida por Asia, África y América.
Una costumbre que ha existido y existe todavía, desde mucho antes que se inventaran los materiales sintéticos como el papel, el aluminio o el envoplast. Implica un profundo conocimiento de los recursos naturales de cada región y su aprovechamiento sostenible que marca la estrecha relación del humano con el entorno. Conocimiento que genera cultura.
Los botánicos han identificado más de 136 especies usadas como envoltorios, desde helechos hasta musáceas, pasando por bromelias y gramíneas. Todo un mundo verde resguardando preparaciones ancestrales, proporcionando protección, adicionado un valor estético y utilitario a las golosinas criollas. No es lo mismo un dulcito de coco posado en una hoja cítrica que envuelto en celofán con logotipo colorido y marca foránea. ¿Se imaginan un piñonate de San Juan Bautista en Margarita forrado en aluminium foil? ¿O una panela de papelón sepultada en cartón como un par de zapatos de Jimmy Choo?
Por siglos la hoja de maíz sirvió en toda América para contener la masa preparada con sus granos molidos, puestos en agua hirviente o las brasas. Fernández de Oviedo y Valdés, en Historia general y natural de las Indias, de 1526, cuenta que «hacen un bollo de un geme e grueso como dos o tres dedos: y envuélvenle en una hoja de la misma caña de maíz u otras semejante y cuécenlo… si no lo quieren cocer, asan esos bollos en las brasas al resplandor cerca dellas y enduréscese el bollo y tórnase como pan blanco».
¿Cuándo la hoja del maíz pasó de moda y se hizo tendencia el uso de hojas de plátanos? En rigor, nunca pasó de moda y se sigue usando hoy, dando forma a bollos y hallaquitas de maíz tierno o de harina precocida. Las he visto incluso atadas con una liga elástica en señal de flojera para no tomarse el trabajo de atarlas con una tira de las propias hojas.
El paso de las hojas de maíz a las de plátanos en nuestras hallacas, debe haber ocurrido luego de una transición marcada por las hojas de bijao. Como ocurre con las dictaduras cuando regresan a la democracia. Este papel le correspondió al bijao (Heliconia blahi), más por el tamaño de sus hojas, forma y consistencia que por su aporte organoléptico, planta común en zonas templadas y cálidas.
¿Por qué eran necesarias hojas de mayor tamaño? Porque el pastel de maíz originario duplicó su contenido cuando a la masa se le fueron incorporando nuevos ingredientes en forma de guiso, especialmente carnes de ave y cerdo, así como otros de carácter hornamental o aromático, como encurtidos, aceitunas, pasas, almendras, vinos, etc.
Esto ocurrió en el siglo XVII luego de que Venezuela se convirtiera en el primer exportador de cacao del mundo. El primer envío de cacao fuera de nuestras fronteras comenzó en 1607. En 1622 salieron del puerto de La Guaira 60 fanegas (2.970 kilos) de cacao rumbo a Veracruz, en México. Se abrió así una importante ruta comercial de intercambio en la que deben haber llegado los primeros tamales mexicas que influyeron en la composición de los hallacas originarias, tal como lo adelantó José Rafael Lovera en su Historia de la alimentación en Venezuela.
Poco antes hizo su aparición en nuestro suelo una musácea traída de África conocida como plátano que encontró aquí condiciones óptimas para multiplicarse en cualquier rincón, tanto que parece ya una planta endémica, autóctona. Las primeras llegaron a la isla de La Española en 1516 traídas desde las islas Canarias por el padre dominico Tomás de Berlanga. Entre nosotros su primera mención es de 1578 en una relación de Juan de Pimentel sobre Caracas donde se lee «..hay plátanos».
El plátano se hizo nuestro como alimentación de los esclavos que fueron traídos para cultivar la caña de azúcar y recolectar cacao. Es, prácticamente, el pan nuestro de cada día. Además de todos los placeres que nos dan sus frutos, sus amplias hojas sirven desde mantel hasta envoltorio o contenedor de mucho de lo que comemos, además de las hallacas decembrinas.
Las hojas de plátano puede alcanzar hasta 3,5 metros de largo y 60 centímetros de ancho. Para ser usadas en cocina es preciso quebrantar las hojas mediante calor. Puede ser hervidas en agua o sometidas al vapor o el humo pasándolas sobre llamas intensas. Soasadas las llaman.
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Dos ilustres venezolanos, José Gil Fortul y Lisandro Alvarado, estando en Inglaterra, en 1891, decidieron hacer hallacas. El principal problema fue conseguir las hojas de plátano para envolverlas. Lo lograron luego de largas negociaciones diplomáticas en el Jardín Botánico de Londres. Hoy, cualquiera puede comprarlas hasta por Amazon y se las envían a domicilio. Yo compro las mías en la calle 2 de Mayo, del principado de El Hatillo. Hay cuatro puestos que las tienen ya limpias y clasificadas para su uso. Las adquiero donde Angelina, pero también están el señor Torres, la señora Socorro y el señor Leonardo.
Nuestra autoestima viene envuelta en hojas de plátano.
¡Felices hallacas para todos!
Miro Popić es periodista, cocinólogo. Escritor de vinos y gastronomía.
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