La culpa (No) es de la imagen, por Johanna Pérez Daza
Las imágenes recientemente difundidas del diputado Juan Requesens avivan el debate sobre la conveniencia o no de compartir contenidos de este tipo, el dilema de reforzar la humillación o guardar silencio ante el oprobio. La circulación del video en cuestión plantea interrogantes a las que cada quien puede dar su propia respuesta, pero que como país y sociedad debemos reflexionar responsable y críticamente. Difundir o no, se convierte en una disyuntiva menor cuando nos preguntamos ¿a quién le conviene o le interesa que estas imágenes trasciendan a la colectividad? ¿De qué sirve visualizar el horror?
La historia está repleta de casos en los que la imagen ha sido deliberadamente usada para amenazar, hostigar, perseguir y quebrar emocionalmente. También como arma propagandística y herramienta para distorsionar los hechos. Asimismo abundan episodios en los que ha funcionado de prueba y registro. Encontramos casos en los que la imagen se contrapone y revierte el fin con el cual fue realizada y es aquí, precisamente, donde hoy debemos mirar.
Durante el holocausto los miembros de la SS fotografiaban a los prisioneros y la faena diaria de los campos de concentración como parte del registro que llevaban y las “cuentas” que rendían a sus superiores. Posteriormente estas imágenes se utilizaron como evidencia en los juicios de Núremberg, siendo respaldo de los testimonios sobre las atrocidades cometidas por los nazis. Las fotografías que ellos mismos tomaron y autorizaron, eran usadas en su contra, siendo demostraciones contundentes e irrefutables.
Más recientemente, el impulso de registrar, posar y mostrar hizo posible la captura y posterior exposición ante la opinión pública mundial de las fotos de la cárcel de Abu Gharib (2003, 2006) en las que se observan a integrantes de la Policía Militar estadounidense abusando, maltratando, dando tratos crueles a los prisioneros, vanagloriándose de hacerlo y revelarlo ante la cámara.
Morbosas escenas en las que contrastaban los rostros sonrientes y altivos de los militares con los gestos aterrados de los prisioneros llenos de excremento, cubiertos con capuchas, desnudos o expuestos en ropa interior, torturados y amenazados. Acá también las imágenes se convirtieron en pruebas que, junto a las denuncias y presiones, impulsaron decisiones como la expulsión de varios soldados y oficiales del servicio; sanciones, condenas a prisión; entre otras medidas.
Este tipo de imágenes tiene la cualidad de visibilizar lo invisible: la barbarie, el retroceso, la crueldad. Pero ellas en sí mismas no son ni buenas ni malas. Caemos en la trampa de condenar a las imágenes por lo que muestran, olvidando que “culpabilidad y responsabilidad son términos que pueden ser atribuidos solo a las personas, jamás a las cosas. Y las imágenes son cosas” (Marie-José Mondzain)
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Las fotografías y videos que hoy golpean nuestro ánimo y nos incomodan, mañana servirán de registro, denuncia y memoria. Al video de Requesens lo acompañan otras imágenes como la del joven que en 2014 fue desvestido y expuesto en la UCV, desnudando no a un muchacho, sino la peor faz de un poder: deformado, indigno y déspota. Así como en 2017 la foto del joven cubierto en llamas encerró una carga simbólica destacada por el jurado que le concedió el premio World Press Photo: “El hombre lleva una máscara sobre el rostro. Es como si no se representara solo a sí mismo, o a sí mismo ardiendo, sino la idea de una Venezuela en llamas”.
A las particulares imágenes de Óscar Pérez masacrado; la señora enfrentando a una tanqueta de la GNB; David Vallenilla apuntado y asesinado en La Carlota; la joven en el suelo, acorralada y pisoteada por la bota militar, se suman los ya generalizados videos y fotos que muestran niños famélicos y ciudadanos entristecidos, cansados de caminar o encaramados en destartaladas “perreras”; las incontables víctimas del hambre y los miles de venezolanos atravesando las fronteras en estampida desesperada; las largas colas por comida y medicina contrapuestas con anaqueles vacíos y locales comerciales cerrados…
La lista es extensa, la integran diversas imágenes como prueba irrefutable de la crueldad y dimensión del horror. Se reproducen y abundan, copulando en las entrañas de un país fracturado, en coito eterno con el referente, tal y como lo señalaba Roland Barthes. En un futuro no muy lejano, estas imágenes serán —como las de los nazis y las de Abu Gharib—visualización y síntesis de conceptos como humillación, opresión y atrocidad.
Hay que alertar, entonces, a quienes se sienten más perturbados e irrespetados por la crudeza de la imagen, que por la problemática que la engendra. Obviamente, no se trata de caer en la tentación del espectáculo, difundiendo de modo exagerado y hasta morboso, fortaleciendo la estrategia del miedo, propagando un mensaje devenido en amenaza ¡el próximo puedes ser tú!
Se trata, pues, de ponderar con sentido crítico, nunca de callar o minimizar. Respetar a las víctimas, sí. Enmudecer o voltear la mirada, no. El daño ocasionado sobrepasa a la imagen y a la persona humillada, su objetivo es de proporciones colectivas, no individuales. Es la misma táctica de los pranes que graban sus crímenes y hacen ver sus ajustes de cuentas.
Estas imágenes serán antídoto contra el olvido, un contra fuego a la desmemoria y un impulso para actuar. Son imágenes que gritan y paradójicamente nos dejan atónitos, abrumados, algunas veces enmudecidos. Sin embargo, el silencio no es una opción, porque “no hay mayor piedra arrojada contra el poder que una imagen viral” (Gonzalo Aguilar). Hoy nos cuesta entender su magnitud porque estamos en medio del remolino, de la tormenta prolongada que cada vez devasta con más saña indicando el desespero que precede el final.